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Este poemario representa un giro en mi camino. Comencé a escribir en la infancia, pero abandoné la poesía hasta que llegué a Cali a los 24 años. Allí retomé la escritura, y lo hice influida por poetas como Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Rosario Castellanos; por otro lado, había leído mucho a poetas estadounidenses como Adrienne Rich y Denise Levertov. Ellas, y otros a quienes leía, apelaban mucho al registro de lo cotidiano.
Con el tiempo, la poesía en mi entorno se fue volviendo más y más surrealista, pero yo persistía en mi vena. Un buen día, creo que en 2016, volví a leer a Blanca Varela, y de allí en adelante algo en mí se rebulló. Con cada lectura, ella parecía dejar algún germen en mi inconsciente, y de ese lugar empezaron a brotar algunos versos.
Luego fue la pandemia. Paradójicamente, el aislamiento y el encierro me hicieron anhelar salir de mis costumbres de ermitaña, y algo de ese anhelo se coló en lo que estoy escribiendo.
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