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¿Mejor es no meneallo? Desde la Universidad hasta Ucrania, me han reclamado que guarde silencio

Varias veces me he enfrentado al mismo argumento: no es conveniente que se mencionen ciertas discriminaciones (o en otra variante, es perverso mencionarlas), y me lo han planteado desde orillas muy distintas. Me lo han dicho en la Universidad; lo he oído de líderes socialistas; lo pregonaba nuestro “presidente eterno”, Uribe; y ahora lo he oído de una amiga que vive en Estados Unidos cuando hablábamos sobre la guerra en Ucrania.


En una ocasión, hace bastante más de dos décadas, unas tres colegas de la Universidad se levantaron airadas de sus puestos durante una asamblea profesoral, para protestar porque yo había celebrado que una crisis gravísima de la institución había llevado a que por fin las mujeres, que siempre habían guardado silencio antes en estos eventos, ahora participaran. “¡No nos dividas!”, me gritó una de ellas, como si no fuera una evidente división entre hombres y mujeres el hecho de que casi nunca antes se hubiera escuchado en uno de esos auditorios una voz femenina.


Por razones distintas, los líderes comunistas nos decían a las feministas en los años 80s que, aunque teníamos razón en nuestros reclamos, no debíamos emprender una lucha específica sobre nuestras reivindicaciones, porque todo se solucionaría cuando triunfara la revolución socialista. “¡Todos y todas a empujar juntos por la revolución de clases!” Mágicamente, cuando se instaurara la dictadura del proletariado, se acabarían el machismo y el racismo. E insistían en ello a pesar de que ninguna revolución socialista, ni la rusa, ni la china, ni la cubana, había eliminado por sí sola la discriminación hacia las mujeres en muchos ámbitos.


Nuestro nunca suficientemente detestado ex presidente Uribe, decía también, en casi cada consejo comunitario, que no había que señalar las desventajas abismales que padecen los pobres de este país, porque eso era “azuzar la lucha de clases”. Cualquier alusión a desigualdades estructurales era anatema para él: “Échale tierrita y tápalo”, parecía ser su lema.



Y hoy, una colombiana que vive en Estados Unidos, en una conversación telefónica usó un argumento similar. Fue cuando le dije que un periodista de izquierda de MSNBC, Chris Hayes, había recordado que los rusos ya habían masacrado a toda una nación a fines de los 90s, en Chechenia, y que muchos de los europeos y estadounidenses que ahora denuncian a los rusos sin parar, no habían demostrado la misma indignación cuando eran hombres y mujeres musulmanes, la mayoría con rasgos similares a los árabes, los que estaban muriendo.


Yo, como el periodista, compartía esa indignación de la opinión pública mundial contra la invasión rusa a Ucrania, pero no dejaba de lamentar que no se hubiera manifestado igualmente en el caso de los chechenos. “Es el colmo que cuando estamos a las puertas de una guerra nuclear se venga a hablar de racismo”, me dijo mi amiga. Al parecer, para ella, si existe algún peligro de hecatombe, por remoto que sea, debemos olvidar cualquier otro problema.


Últimamente, todo el mundo en este país no hace sino hablar de racismo”, me dijo. En realidad, se habla de muchas otras cosas, pero efectivamente, en Estados Unidos desde hace algún tiempo se empezó a protestar activamente contra las muertes de negros a manos de policías, y se han bajado de sus pedestales estatuas a guerreros del sur del país que defendieron la esclavitud durante la Guerra Civil. Y es mejor dejar las cosas quietas, no “menearlas”, aunque el status quo que se defiende sea racista.


Pero yo no puedo dejar de pensar que esa estrategia es la del avestruz, que esconde la cabeza en la arena como solución a un peligro. De modo que seguiré, cuando lo crea pertinente, recordando hechos incómodos, porque ese “peligro” de enfrentar la realidad de cualquier discriminación, para mí es un progreso.


 
 
 

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