DE CÓMO NACIERON MIS GANAS DE ESCRIBIR O DE POR QUÉ NO PUEDO VIVIR SIN ESCRIBIR
- Gabi Castellanos
- 6 jul 2023
- 6 Min. de lectura
Cuando mi amiga Carmiña Navia me invitó a hablar sobre este tema, pensando en qué decir me acordé del inicio del libro de Virginia Woolf, Una habitación propia, publicado en 1929. Allí, esta mujer genial narra que la invitaron a dar una charla sobre “Mujeres y ficción narrativa” en uno de los colleges para mujeres que surgieron a fines del siglo XIX en Inglaterra en torno a Oxford y a Cambridge. Woolf se describe sentada junto a un río, pensando, y representa su búsqueda de ideas como una pesca en ese río.
Basándose en esa charla, Woolf luego escribió ese extraordinario libro, cuya pregunta central es “¿Qué necesitamos para escribir?” Su respuesta tiene plena vigencia hoy, casi 100 años después: hacen falta “una habitación propia y 500 libras al año”. Es decir, un espacio físico y espiritual sobre el cual tengamos pleno dominio, y la independencia económica para poder dedicarse libremente a la escritura. Pero además, se necesita nutrición para nuestro yo. Veamos los dos primeros requisitos.
Nada menos que Gabriel García Márquez estuvo plenamente de acuerdo con Woolf: alguna vez nos dijo que el mito del artista pobre que produce una obra genial en una estrecha buhardilla debe desecharse. Recordemos que Cien años de soledad pudo escribirse cuando nuestro premio Nóbel ahorró lo suficiente para desentenderse de las finanzas familiares. Su esposa, Mercedes Barcha, manejó el dinero y empeñó lo que pudo cuando se acabaron los ahorros, para que él pudiera dedicarse a terminar la novela sin pensar en nada más. Además, fue la férrea guardiana del espacio de su marido escritor.
Preguntémonos, ¿cuántas de nosotras tenemos condiciones similares? ¿Cuántas contamos con esa habitación propia y esa libertad, cuántas hemos superado esos cautiverios mentales de los cuales nos habla Marcela Lagarde?
Hay muchas otras joyas en el libro de Woolf que se han vuelto referencia indispensable para pensarnos la relación entre mujeres y escritura. Mencionemos, por ejemplo, su invención de una hermana de Shakespeare, Judith, genial como él, pero quien al querer imitarlo termina embarazada y en la calle, y por fin suicidándose. Debemos crear las condiciones en nuestro mundo, dice Woolf, para que la próxima hermana de un Shakespeare pueda prosperar, y no morirse antes de escribir.
Pero hoy, antes de hablar de por qué escribo, quiero detenerme en el asunto del alimento necesario para el yo de una escritora. Woolf plantea esta necesidad al contrastar las universidades para varones de la élite inglesa, que ella combina con el nombre ficticio de Oxbridge, con las que se habían fundado recientemente para las mujeres. En las vetustas y acaudaladas Oxford y Cambridge, fundadas en los años 1,096 y 1,290 respectivamente, los varones togados, estudiantes y maestros, y sus invitados, cenan en espacios amplios, cargados de tradiciones y de poder. Sus estimulantes conversaciones se nutren con platos exquisitos y el mejor vino. En contraste, en la parca y recientemente creada institución para mujeres donde una profesora amiga invita a Woolf a cenar, la comida es básica, el espacio reducido. La escasa financiación con la que se cuenta se convierte en una metáfora extensa para las limitaciones al pensamiento y la escritura de una mujer.
Necesitamos, sugiere Woolf, mejor alimento para el espíritu de las mujeres, para que cuando nazca la próxima hermana de Shakespeare, de Cervantes, de Gabriel García Márquez, ella pueda vivir lo suficiente para desarrollar su talento. Necesitamos libertad plena, igualdad salarial y económica. Necesitamos anticonceptivos y la posibilidad de interrumpir nuestros embarazos no deseados, para no morir como Judith Shakespeare. Sobre todo, necesitamos sustento para nuestra identidad de escritoras, de mujeres que escribimos.
Voy a contarles cómo nació mi identidad de mujer que escribe, de mujer que, como Rosa Montero, no puede vivir sin escribir.

De pequeña, no podía vivir sin leer. Mi padre me traía enciclopedias para niños, donde encontré poemas de García Lorca, de Borges, de José Martí. Me traía también novelas de Julio Verne, de Edmundo de Amicis, de Emilio Salgari, de Alejandro Dumas. En la casa mi padre recitaba de memoria ante nosotras, sus hijas, desde la “Oda a Roosevelt” de Rubén Darío hasta un soneto de Nicolás Guillén, “El abuelo”, pasando por el “Poema Veinte” de Pablo Neruda y “Sensemayá, canto para matar una culebra”, también de Guillén.
Así nutrida, a los ocho años escribí un soneto sobre el mar. Mi padre, que tanto me estimulaba, tal vez quiso bajarme un poco los humos y me dijo que, por su métrica y la estructura de su rima, mi poema solo podría llamarse un “sonetino”, no podía aspirar al título más exigente de “soneto”. Ese comentario no fue muy buen alimento para mi identidad de poeta.
Mis lecturas, entonces, se volcaron más a la narrativa. Un día, a mis once años, mi padre me trajo Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë. Fue como si hubiera estado viajando sobre la tierra y de pronto se hubiera abierto una rendija en lo alto que me permitiera navegar entre las galaxias.
No sólo me la devoré, sino que leí esa novela día tras día, noche tras noche, tantas veces que el libro se desbarató. Le supliqué a mi padre que me trajera otro ejemplar. Descuaderné y descompaginé tres ejemplares de Jane Eyre, uno tras otro, de tanto leerlos.
¿Por qué fue tan poderosa para mí esa lectura? Porque con los protagonistas varones de mis lecturas anteriores yo había sido espectadora fascinada de sus aventuras, pero con Jane Eyre me zambullí en su historia, la viví como propia. Lloré cada vez que ella padecía acusaciones injustas a manos de esa tía política que la odiaba, cada vez que sufría maltratos en aquella escuela para niñas pobres donde la internaron, cada vez que, ya adulta, calificaba su oficio de institutriz como una cárcel, cada vez que se escapaba de Thornfield Hall, la mansión de Edward Rochester, su amado bígamo, vagaba sin rumbo por los páramos, y casi moría de inanición. Nada de esto se parecía a mi propia vida, pero de algún modo representaba la hostilidad del mundo hacia las mujeres, que yo ya de algún modo presentía.
Seguí leyendo libros escritos por varones sobre varones, y leí otras novelas de las hermanas Brontë. Me gustó mucho Cumbres Borrascosas de Emily Brontë. La novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio, que leí por primera vez a los 13 años, fue diferente.
Con esta novela, y las otras cinco de esta autora que fui leyendo, ya no tuve el desbordamiento emocional que las Brontë me provocaban; de Jane Austen más bien recibí un sustento a la vez más sustancioso y más sesudo, al disfrutar su prosa precisa, su ironía incisiva, su capacidad de crear personajes que pueden sobrevivir al paso de los siglos. Leí cada una de sus novelas por lo menos una vez al año durante años.
Nunca aprendí a montar en bicicleta ni a nadar como es debido, pero leí también por esos años Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Ifigenia, de Teresa de la Parra, Piedra de sol, de Octavio Paz, fragmentos de West Indies Ltd. de Nicolás Guillén, amigo de mi padre, entre otras obras latinoamericanas, así como varias novelas de Dostoievski, de Tolstoi, de Balzac y de Dickens.
Pero en medio de todas estas lecturas, mi ciudad, Santiago de Cuba, se convertía en el epicentro urbano del Movimiento 26 de Julio, y seguir la evolución de la guerra contra Batista se fue volviendo el interés ardiente, la pasión absorbente de toda mi familia. El primero de enero de 1959 vino el triunfo de Fidel Castro, que celebramos con euforia, y desde 1961, el exilio en Estados Unidos, que para mí duró más de ocho años.
Todos estos movimientos telúricos de mi vida pusieron pausa a mis deseos de escribir. Solo en 1969, cuando llegué a Cali a mis 24 años, sintiendo que había regresado al menos parcialmente a mis raíces, escribí mi primer poema como adulta, “Canción de cuna de nodriza negra para niña blanca”. Esta ciudad, Santiago de Cali, me nutrió, me enseñó a ser latinoamericana de un modo nuevo. De allí en adelante no dejé nunca de escribir.
Años más tarde, llegó el momento de hacer mi tesis doctoral en el Departamento de Inglés de la Universidad de la Florida. Fui en comisión de estudios del entonces Departamento de Idiomas de Univalle, y por lo tanto mi doctorado debía ser relevante para mi docencia. Escogí el área de análisis del discurso literario, y mi corpus consistió en tres de las novelas de Austen.
Un primo muy docto que tengo, cuando supo cuál era mi tema, se sorprendió: “¿Todavía no has superado tu obsesión con Jane Austen?” me preguntó. Quizás para él mi tiempo hubiera estado mejor empleado estudiando autores como Charles Dickens. Eso fue lo que me dijo, más de una década después, el padrastro de uno de mis yernos. Era evidente el desprecio de este señor, y de mi primo, por la escritora que yo amaba.
Aún algunos de quienes la admiran lo hacen sin reconocer su grandeza. La ven como una solterona hiper correcta y aman en ella sus buenas maneras y su aparente ética bien almidonada. No aprecian la originalidad de su lenguaje, la complejidad de sus personajes, la profundidad de su devastadora crítica social. No pueden ver el alimento literario que su obra representó para mí.
Para mí, ser mujer y ser escritora son dos condiciones profundamente imbricadas, por una parte porque siempre me he problematizado sobre mi género, y por la otra porque no puedo vivir sin escribir.
Hoy en día, ya jubilada, por fin puedo dedicar mis días a leer y escribir, y a disfrutar de ese gran regalo de la vida, que es estar con mis nietos. Tres placeres sin rival, a la vez que tres mandatos de quien soy, tres partes integrales de mi identidad.
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