CIEN AÑOS DE SOLEDAD EN NETFLIX
- Gabi Castellanos
- 15 ene
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene
Sea cuales sean las bondades y defectos de la serie de Netflix sobre Cien años de soledad, tiene la virtud de haber impulsado a muchas personas a leer o releer la novela. Yo la leí por primera vez en 1969, un mes después de haber llegado a Cali a enseñar Teología. A fines de septiembre estaba convaleciente de una gripa (a la cual yo entonces todavía llamaba gripe), cuando mi hermana Isabel me dio su ejemplar de la novela. Como tantas otras personas, me sentí deslumbrada: “Este es el Quijote de nuestra era”, le dije a mi hermana. Todavía no conocía mucho de Colombia, pero reconocí, casi diría que olí, tanteé, degusté en esas páginas una esencia, una sustancia latinoamericana; para mí, García Márquez había extraído la médula, más que el alma de América latina, y con ella había moldeado la novela, como un alfarero asombroso.
Hace un par de semanas, después de terminar de ver la serie, releí una vez más Cien años de soledad. Y confirmé lo que había pensado: a pesar de la excelente escenografía y las buenas actuaciones, la serie está lejos de haber captado lo que para mí era y es aquella esencia. Los sucesos mágicos en la novela de García Márquez no son otra cosa que la realidad que cree vivir, que siente vivir, el pueblo en nuestro continente. La voz del narrador representa la de todo un pueblo, gentes muy arraigadas en la realidad cotidiana, pero para quienes la vida y la muerte se interpenetran, y la realidad se interpreta a la luz de los prodigios deseados y esperados.
En la serie, el pueblo de Macondo pasa inexplicablemente de ser un montón de casas embarradas en medio de la nada a dar visos de villa próspera, donde la casa de los Buendía parece una mansión de terratenientes. En la novela, la prosperidad de la familia se explica como una consecuencia natural de la ida de Úrsula a buscar a José Arcadio, que ha huido de su paternidad inminente. Úrsula no encuentra a su hijo, pero descubre la vía para acceder a los otros pueblos de la ciénaga. Con el regreso de Úrsula a Macondo llega la posibilidad de fundar una panadería y vender sus productos a muchos clientes más allá de esa aldea, y así la prosperidad reina en la casa. Úrsula la transforma en una mansión pueblerina para que sirva de escenario para exhibir a sus dos hijas casaderas, Amaranta, hija carnal, y Rebeca, hija adoptiva. Nada más práctico ni más usual que este propósito en una madre latinoamericana.

La magia del sabio Melquíades, las obsesiones de José Arcadio padre, de su hijo Aureliano, la llegada del refinado italiano Pietro Crespi, las plagas, como la del insomnio, tienen un parecido de familia con las peripecias y las excentricidades que mi padre, Jorge Castellanos, me contaba sobre los habitantes de su pueblo natal, Guantánamo, o con las leyendas sobre la infancia de mi abuela materna, Enriqueta Fernández de Llanos, en El Caney o en Daiquirí, a donde también llegaban gringos depredadores.
Y cada vez que la fortuna de los Buendía languidece, aparece alguna circunstancia, mágica o pragmática, que devuelve a la casa algún tipo de bonanza, como la que se debe a la deslumbrante fertilidad de los animales cada vez que Aureliano Segundo se aparea con Petra Cotes. En esa circunstancia se funden la lujuria con la bienandanza, la animalidad con la medra económica, tal como podría imaginar un ganadero infiel a su esposa, y libidinoso. Los hechos mágicos en la novela son la traducción literaria de las explicaciones sobrenaturales de los sucesos cotidianos que gentes sencillas se dan a sí mismas. Pero no se trata de una recopilación costumbrista o un simple catálogo de agüeros o de maravillas soñadas; en Cien años de soledad un imaginador fabuloso ha asumido la conciencia de un pueblo que vive su realidad a través de portentos.
Podría seguir multiplicando los ejemplos, pero lo principal está dicho: mientras que en los episodios de Netflix los acontecimientos mágicos son apenas sucesos deslumbrantes, exagerados, como noticias sensacionalistas, en la novela las hipérboles revelan la misma enjundia de ser residente, brote, superviviente de los pueblos de América latina.
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